viernes, 20 de agosto de 2010

Contradicciones históricas de la izquierda española en torno a la II República y la Guerra Civil

Que la Segunda República española fue un régimen político caracterizado por el sectarismo, el fanatismo, el desorden extremo y la violencia política que desembocó en una Guerra Civil, es algo notorio, pero negado por los que, por simples razones propagandísticas y con escasa base histórica, nos quieren vender ahora una imagen edulcorada de la Segunda República, según la cual fue un régimen plenamente democrático y progresista que quiso acabar con los privilegios de unos pocos, motivo éste por el que las clases acomodadas y la Iglesia, utilizando al ejercito lo derrocaron tras una sangrienta Guerra Civil. Si el análisis general es tan errado, no puede extrañar que se incurran en múltiples contradicciones en cuestiones que ya no son tan importantes. Pero esas contradicciones simplemente se obvian, ya que los creadores de la propaganda solo buscan fines políticos ajenos a la cultura y sus destinatarios solo esperan consignas que sirvan para alimentar su ideología sectaria y no clases de rigurosa historia.
No voy a entrar aquí a analizar una de las contradicciones más evidentes, por ser ésta conocida y sobre la que se han vertido multitud de comentarios a los que yo no añadiría nada. Me refiero por supuesto a la denuncia constante por parte de la izquierda, entonces y ahora, de la ilegalidad del levantamiento militar del 18 de julio contra el gobierno de la República legítimamente elegido, pero olvidando convenientemente que en octubre de 1934 fue la izquierda y, en concreto, el PSOE, la UGT, la CNT y Esquerra Republicana de Catalunya, la que se levantó en armas contra otro gobierno también legítimamente elegido, pero en esta ocasión de derechas. Lo que es condenable en un caso parece evidente que debería serlo en el otro. Pero no es así. Los ideólogos de la izquierda y sus propagandistas encuentran mil y una excusas para justificar la legitimidad del levantamiento revolucionario contra el gobierno republicano en octubre de 1934, mientras niegan cualquier legitimidad o mínima justificación al levantamiento del 18 de julio del 36 por parte de la derecha y cualquier referencia al precedente que supuso el golpe de Estado revolucionario de 1934 es tachado de "revisionismo" histórico, parafraseando la terminología despectiva usada contra los que niegan el holocausto judío cometido por los nazis.
Dejando al margen esta evidente contradicción, me voy a referir aquí a otras dos en las que ha incurrido de forma persistente el bando izquierdista, contradicciones que sin pudor se siguen manteniendo en la actualidad por las razones propagandísticas antes expresadas. Durante la Guerra Civil, la posguerra y aún hoy día, los izquierdistas y sus ideólogos se han quejado con amargura de la falta de apoyo de los gobiernos democráticos occidentales al gobierno de la República atacado por el fascismo. Según ellos la solidaridad entre las democracias debería haber empujado a las democracias occidentales a apoyar con dinero y armas al gobierno republicano. Lo que no tienen en cuenta, por supuesto, es que esos gobiernos occidentales veían con horror como España había caído en manos de la revolución y se asesinaba con impunidad a los considerados "enemigos de clase", se perseguía a los religiosos y se quemaban las Iglesias. Es comprensible que los gobiernos británico y francés se negasen a convertirse en colaboradores necesarios de tamaños ejercicios de violencia tan ajenos a lo que sería un Régimen auténticamente democrático.
Además, el gobierno republicano del Frente Popular antes del inicio de la Guerra Civil no predicó con el ejemplo en una situación similar incurriendo en la contradicción que yo ahora destaco. En octubre de 1935 el ejercito de la Italia fascista de Mussolini invadió Etiopia. Como represalia, la Sociedad de Naciones impuso numerosas sanciones económicas a Italia, las cuales fueron apoyadas por el gobierno republicano español de centro-derecha de Chapaprieta. Pero cuando el Frente Popular gana las elecciones en febrero de 1936, el presidente del gobierno Manuel Azaña, a pesar del intenso antifascismo del Frente Popular, no tenía ningún interés en seguir participando en las sanciones económicas impuestas a Italia por la invasión de Etiopía. Según Salvador de Madariaga, representante de la República en Ginebra ante la Sociedad de Naciones, lo primero que le dijo Azaña fue “tiene que librarme del artículo 16 (el de las sanciones). No tengo nada que ver con él”. Según el mismo Madariaga ese era el lenguaje oficial de Azaña, porque su lenguaje no oficial era “¿qué me importa a mí el Negus (el depuesto emperador Haile Selassie)?”. En esta ocasión los dirigentes republicanos de izquierda en el gobierno, primando los intereses económicos de la Nación, no consideraban que España tuviera que participar en ninguna gran lucha internacional de las democracias contra el fascismo y se negaban categóricamente a ayudar a otro país atacado por éste. Unos meses más tarde, una vez estallada la Guerra Civil, esos mismos dirigentes de la izquierda republicana exigían la ayuda de los gobiernos de las democracias occidentales apelando a una supuesta solidaridad entre democracias que ellos mismos habían intentado eludir en el caso de la invasión de Etiopia.
Otras de las denuncias reiteradas por la izquierda y sus apologistas es la incoherencia de que los tribunales del bando nacional juzgasen a los militares que se habían negado a alzarse y apoyaron al gobierno de la República como reos de "rebelión militar", cuando estos militares precisamente lo que habían hecho era oponerse a la rebelión de parte del ejército. Tampoco en esto los izquierdistas han seguido un comportamiento coherente. Cuando el Frente Popular ganó las elecciones en febrero de 1936, una de las primeras medidas que adoptaron fue aprobar una amplia amnistía que exoneraba de toda responsabilidad a los culpables de delitos cometidos durante la revolución de octubre de 1934. Incluso se aprobó un decreto que obligaba a readmitir a todos aquellos trabajadores que a raíz de su implicación en dichos hechos hubieran sido despedidos del trabajo, con independencia de la gravedad de los hechos que hubieran motivado su despido. Con esta medida se dio la paradójica situación de que en pequeños talleres regentados por familias, los hijos y la viuda del patrón asesinado tuvieron que readmitir al trabajador que había asesinado a su familiar, asesino que había quedado impune de toda responsabilidad criminal. Sin embargo la amplia amnistía aprobada por el gobierno del Frente Popular no era extensible a los miembros de las Fuerzas de Seguridad o del Ejército que hubieran cometido delitos contra las fuerzas revolucionarias alzadas en armas. Se dio, en consecuencia, la contradictoria situación de que los que se habían alzado en armas contra la República quedaron exentos de toda responsabilidad con independencia de la gravedad de los delitos cometidos, pero los que en defensa del gobierno republicano democráticamente elegido hubieran cometido algún “exceso”, fueron procesados, condenados y acabaron en la cárcel. En consecuencia, se puede decir que cuando los militares franquistas juzgaron a sus compañeros leales al gobierno republicano por rebelión militar, no estaban haciendo nada que los izquierdistas no hubieran hecho antes. Al decretar que quienes se rebelaron en octubre de 1934 contra el gobierno de la República no eran culpables de ningún delito, pero que quienes defendieron el régimen constitucional podrían haber cometido delitos que debían ser juzgados, la izquierda preconfiguró con claridad la lógica de los militares rebeldes unos meses más tarde, cuando procesaron por delito de “rebelión militar” a aquellos oficiales que se negaron a participar en la rebelión.
Por cierto, afectado por esa doble vara de medir de la izquierda fue el general López Ochoa que había comandado la campaña asturiana contra los revolucionarios de 1934 quien, a pesar de no haber estado implicado directamente en ningún episodio de represión e, incluso, haber sido criticado por los militares más duros por su “excesiva indulgencia”, fue arrestado y en esa situación le sorprendió el levantamiento militar del 18 de julio estando convaleciente en el Hospital Militar de Carabanchel. Allí fue capturado por los milicianos, decapitado y su cabeza paseada triunfalmente por las inmediaciones del Hospital.
Su condena de muerte ya la había dictado Dolores Ibárruri, la Pasionaria, unos meses antes tras el triunfo del Frente Popular al declarar que “vivimos en una situación revolucionaria que no puede ser demorada con obstáculos legales, de los que ya hemos tenido demasiados desde el 14 de abril. El pueblo impone su propia legalidad y el 16 de febrero pidió la ejecución de sus asesinos. La República debe satisfacer las necesidades del pueblo. Si no lo hace, el pueblo la derribará e impondrá su propia voluntad”. No deja de asombrar y da una triste idea de los tiempos en que vivimos, que a este sectario personaje, apologista del asesinato, le dedicamos monumentos, calles e incluso el nombre de algún Instituto de Enseñanza donde nuestros hijos aprenden las reglas del comportamiento cívico en una sociedad democrática del que evidentemente esta señora fue muy mal ejemplo.